miércoles, 15 de mayo de 2013


EL CORAZÓN DEL VENCIDO COMO TROFEO DE GUERRA.


En cuanto una persona tiene un comportamiento agresivo o salvaje se le califica como “animal” o “bestia”, identificando de manera simplista las reacciones instintivas propias de seres vivos sin “raciocinio” con la maldad pura y dura de los humanos que son perversos per se. Sin embargo, por regla general, los animales sólo utilizan la violencia para alimentarse o defenderse mientras nosotros podemos hacerlo, por el puro placer de infligir un daño o disfrutar de un poder físico sobre otro. La reafirmación personal recurriendo a lo más primitivo de nuestro ser nos advierte de lo fácil que resulta retroceder milenios y lo difícil que es avanzar, dotarse de leyes y mantener una convivencia pacífica, respetuosa con la diferencia y tolerante ante la discrepancia.

            Me gustaría poder decir que el descubrimiento del horror que Ariel Castro inflingió a tres jóvenes durante una década en su casa de Cleveland me ha sorprendido. Lo cierto es que, tras casos como el del “Monstruo de Amstetten” o de Natascha Kampusch, secuestros y violaciones prolongadas en el tiempo ya no parecen crímenes extraños. Pero, el que no sorprendan no quiere decir que no horroricen e indignen a cualquier persona normal. Obviamente, este tipo de canallas, incapaces de mantener relaciones en condiciones de igualdad con personas del otro sexo, recurren a la violencia, al sometimiento y a la fuerza bruta para satisfacer no sólo sus bajos instintos sino para sentirse mejor con ellos mismos. Seres mediocres que pasan por esta vida sin aportar nada a la sociedad obtienen una retorcida forma de recompensa destrozando la vida de otras personas, generalmente, adolescentes vulnerables y frágiles. ¿Algún animal se comportaría de esta manera? Lo dudo.

            Menos extraño, aunque repito, no menos horrible, es conocer todos los crímenes y atrocidades que se producen en los conflictos bélicos. En una guerra parece que todo está permitido, en tanto en cuanto suponga agredir y humillar al enemigo, desde la utilización de armas especialmente crueles, pasando por el bloqueo de alimentos y medicinas, hasta la aplicación de las más terribles torturas, violaciones, etc. Siempre nos da la impresión de que atrocidades como el holocausto judío no pueden volver a repetirse, que la humanidad ha aprendido la lección pero, después nos enteramos de las limpiezas étnicas en las guerras balcánicas, las masacres de kurdos y chiítas en Iraq, de la brutalidad talibán en Afganistán, etc. y nos damos cuenta de que siempre hay una posibilidad de empeorar.

          Así hace un par de días, vimos o intentamos ver, (porque la sensibilidad impide terminar el visionado), las imágenes de un… ¿cómo calificarlo?, carnicero, arrancándole el corazón a un enemigo abatido y mordiéndoselo y, entonces, sí que resulta imposible hallar las palabras adecuadas más allá de la estupefacción, el dolor y la vergüenza. La guerra de Siria no es el primero y, lamentablemente, no será el último enfrentamiento armado entre seres humanos, sólo es uno de los que están abiertos y del que nos llegan informaciones casi a tiempo real de manera cotidiana.

Desde que existen testimonios escritos se han recogido multitud de relatos sobre la barbarie que engendra la guerra: desmembramientos, arrancado de la piel, del corazón, esclavitud, prostitución, etc. Pero, que, en pleno siglo XXI, alguien sea capaz de repetir un comportamiento propio de un hombre primigenio, cavernícola y, además se regodee en ello como una manifestación más de su determinación a vencer al enemigo asusta. La escalada de la violencia en Siria sigue sin freno, el reguero de horror que deja a su paso no hace sino aumentar su caudal y cuanto más se prolongue más se difuminará la causa que lo originó para convertirse en una huida hacia delante en la que comerse el corazón del enemigo abatido puede convertirse en una práctica habitual.



            

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