jueves, 17 de octubre de 2013

BASHAR AL ASAD, NÓBEL DE LA PAZ.

           

Cuando el 9 de octubre 2009 la Academia noruega, comunicaba la adjudicación del premio Nobel de la paz a Barak Obama, a la sazón presidente, casi recién estrenado de Estados Unidos, muchas fueron las voces críticas a esta decisión. La academia justificó este galardón manifestando que: “Obama, como presidente, ha creado un nuevo clima en la política internacional. La diplomacia multilateral ha recuperado una posición central, con énfasis en el papel que, las Naciones Unidas y otras instituciones internacionales, pueden desempeñar. El diálogo y las negociaciones son preferidos como instrumentos para resolver incluso los conflictos internacionales más difíciles. La visión de un mundo libre de armas nucleares ha estimulado poderosamente las negociaciones de desarme y control de armamentos. Gracias a la iniciativa de Obama, los EE.UU. ahora está jugando un papel más constructivo en el cumplimiento de los grandes desafíos climáticos que el mundo afronta. Democracia y derechos humanos han de ser reformados.”[1]
Obviamente la crítica principal a la concesión de este galardón, el tercero otorgado a un presidente de Estados Unidos en ejercicio – los anteriores fueron para Theodore Roosevelt en 1906 y Woodrow Wilson en 1919 – fue la ausencia de méritos visibles para el mismo. Obama no había tenido tiempo suficiente para probar sus esfuerzos a favor de la paz, excepción de sus brillantes discursos al respeto. Por el contrario, los defensores de la adjudicación argumentaron que más que un reconocimiento a una labor realizada pretendía ser un “incentivo” a la hora de desarrollar su ejercicio en el futuro por la importancia del país que gobernaba.
En cualquier caso, no todos los premios Nobel de la Paz pueden considerarse a la altura de personajes históricos de la talla de Martin Luther King (1964), Willy Brandt (1971), Andrei Sajarov (1975), la Madre Teresa (1979), Lech Walesa (1983), Aung San Suu Kyi (1991), Nelson Mandela (1993)  o de instituciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja (1917 y 1963), la Oficina Internacional Nansen para los Refugiados (1938), Amnistía Internacional (1977), el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (1981), las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas (1988), etc. Por regla general, este galardón tiene por objetivo no sólo premiar una labor insigne, una trayectoria personal difícil y ejemplar o un esfuerzo compartido para acabar con conflictos, sino también incentivar actuaciones a favor de la paz.
La concesión, este año, a la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas se ajusta a esta última aspiración. A la injusticia y dolor que provoca una guerra, el uso de las armas químicas agrava la situación de las víctimas, algo que esta institución intenta paliar no sin grandes dificultades. Su corta intervención en Siria, ha servido para recordarnos que las armas químicas siguen utilizándose. Una lacra que, en la era contemporánea, venimos sufriendo desde la Primera Guerra Mundial cuando se lanzaron las primeras bombas y que, aún hoy en día, se siguen eliminando en Francia.
En nuestras retinas siguen grabadas la imagen de una pequeña vietnamita corriendo desnuda tras ser víctima del lanzamiento de napalm o del cadáver de un padre kurdo intentando proteger con su cuerpo a su bebé en Halabja. Tan culpables son quienes las usan como quienes las fabrican porque, estas armas de destrucción masiva no distinguen entre civiles y militares, sus efectos se extienden por grandes superficies y su impacto es difícil de contener. El resultado es una cruel agonía que no supone ninguna ventaja militar salvo la de debilitar, aún más, la moral del enemigo.
Una moral que, en el caso de los rebeldes sirios sigue siendo alta a pesar de todas las adversidades y, a pesar de que Bashar al Asad haya mostrado, una vez más, con su cinismo característico, su verdadera opinión sobre la organización que va a supervisar el desmantelamiento de sus armas químicas, al decir que, él, se merecía el Premio Nobel de la Paz.
Y es que, al presidente sirio no ha cedido voluntariamente a esta cuestión sino que lo ha hecho por la presión de su aliado ruso. Moscú era muy consciente de que su empecinado rechazo en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a cualquier medida contra al Asad acabaría por ser superada por los hechos en el terreno. Un gesto de buena voluntad por parte de Siria que permite ganar tiempo a la diplomacia rusa pero, sobre todo, al clan Asad y sus acólitos, quienes a la vista de la caída de todos los dictadores de los países vecinos saben que les queda poco tiempo en el poder. Un gesto, que por el contrario hace perder un tiempo precioso a las víctimas sirias. Mientras su sangre sigue regando su territorio, los más afortunados buscan refugio en los atestados campos de los países vecinos como paso previo al infierno que les conducirá, como a los náufragos de Lampedusa, a ninguna parte.


           

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