Es imposible que
no se encojan las entrañas al ver las imágenes de los cuerpos inertes de niños palestinos,
bañados en sangre y tendidos sobre camillas. Es muy difícil controlar las lágrimas
al ver las caritas de los pequeños, aterrados y dolientes, mientras
los médicos intentan curar sus heridas físicas. Es francamente doloroso
afrontar sus miradas que nos acusan de abandonarles a una suerte cruel e
inexorable. Su miedo, su dolor, su desorientación pero, sobre todo, su
incomprensión nos golpean con la fuerza de un martillo. Ellos y ellas, los niños
y niñas palestinos, son las víctimas principales de los desatinos de décadas de
los adultos, son el chivo expiatorio de los pecados de los mayores, son la
semilla del odio que con tanta fuerza arraiga en las atestadas viviendas del
territorio ocupado. Y, ¿por qué? Y, ¿para qué?