sábado, 10 de octubre de 2015

RUSIA Y SU RESPONSABILIDAD EN LA GUERRA CIVIL SIRIA.

Aunque parezca mentira, la grave crisis de refugiados que estamos viviendo ahora, la terrible amenaza del terrorismo yihadista que nos persigue como una sombra perniciosa, el caos general que se vive en el Magreb y Oriente Próximo no son fenómenos recientes ni son el resultado de acontecimientos inesperados. El colapso de la distribución del territorio que el Imperio Otomano controlaba en la región del norte de África, Mesopotamia y la Península Arábiga, realizada por británicos y franceses, antes incluso de que hubiera rematado la Primera Guerra Mundial con el Acuerdo Sykes – Picot de 1916, sancionado después con el Tratado de Sèvres de 1920 y el Tratado de Lausana de 1923, fue la consecuencia de la creación de una estructura de países que poco o nada respectaban las realidades poblacionales que las habitaban y el establecimiento de gobiernos autoritarios. La escisión del Líbano para crear un estado fundamentalmente cristiano con una gran extensión de costa en el Mediterráneo Oriental y la creación de Palestina, Transjordania, Iraq y Siria respondieron a intereses económicos, políticos y fundamentalmente estratégicos de las potencias europeas.


         Durante más de tres décadas, es decir, desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta el remate de la Segunda, los nuevos estados árabes sufrieron importantísimas transformaciones sociales, sobre todo, en el ámbito de la educación y el acceso a la información. La formación de ejércitos profesionales y la creación de universidades con programas de estudios modernos y occidentalizados acercaron a las generaciones jóvenes a la cultura occidental. Mientras, los gobiernos occidentales se beneficiaban de la explotación de los recursos petrolíferos de la zona y fomentaban el comercio, las infraestructuras de transporte y la urbanización. Pese al aparente progreso, los beneficios económicos sólo repercutieron en las grandes corporaciones occidentales y  en las élites autóctonas lo que perpetuó, cuando no agravó, las graves desigualdades sociales.

         La toma de conciencia de la injusticia que suponía el mantenimiento de las desigualdades sociales y la pobreza generalizada así como el acceso a información y educación fomentó la aproximación de la juventud y numerosos intelectuales hacia las ideologías de izquierdas como rechazo al liberalismo occidental y por la consideración de que eran mucho más sociales y justas. En el marco de la guerra fría, la URSS aprovechó este descontento para fomentar el desarrollo de organizaciones y partidos pro-socialistas, cuando no directamente comunistas, aún en la clandestinidad, cuyo activismo colaboraría de manera muy relevante en la formación de otras entidades y organizaciones políticas. Organizaciones que acabarían por lograr, mediante golpes de estado liderados por jóvenes oficiales, los denominados “Oficiales Libres” la independencia real de estos países sometidos al dominio colonial británico y francés, como por ejemplo, Nasser en Egipto en 1952 y Qassem en Iraq en 1958. Estos nuevos líderes eliminaron las monarquías pro-occidentales e instauraron repúblicas. Entre tanto, Siria se debatió en una sucesión de golpes de estado desde 1949 a 1970, Argelia afrontó una larga y sangrienta guerra de independencia contra el yugo francés de 1954 a 1962 y Yemen del Norte y Yemen del Sur se enfrentaron en una guerra civil hasta la unificación de1990.

         Pero las expectativas que estos nuevos líderes autóctonos defensores del nacionalismo árabe, del socialismo y, aparentemente laicos, crearon en las poblaciones se vieron defraudadas cuando derivaron en terribles dictaduras militares que perpetuaron no sólo la injusticia social sino que, además, institucionalizaron la privación de los derechos y libertades esenciales.

         La llegada de una nueva hornada de caudillos militares como el iraquí Al Baker en 1968, el sirio Asad en 1970 y el libio Gadafi en 1970 y el asentamiento de las monarquías de Arabia Saudita, del Golfo Pérsico, Jordania y Marruecos consolidaría la trayectoria antidemocrática tanto del Magreb como de Oriente Próximo.

         En este entorno, la religión, el Islam, el único factor de continuidad se erigió como la gran alternativa ideológica para una población subyugada, descontenta y sin atisbos de mejora o progreso. Mediante el fomento de la puesta en marcha de escuelas coránicas y organizaciones caritativas islámicas, con la financiación de la gran Universidad de Al Azhar en el Cairo e incluso facilitando el acceso al crédito sin usura mediante la creación de bancos, Arabia Saudita se erigió en el valedor del fenómeno de islamización que aspiraba a contrarrestar el laicismo de las dictaduras militares. Gracias a su apoyo los Hermanos Musulmanes sobrevivieron a las políticas represivas de todos los países.

         En este entorno de descontento, de paulatina islamización de las capas de la población más pobre y los universitarios infra-empleados y los jóvenes encarcelados por su militancia islamista, sobre todo, en Egipto, se convirtieron en el caldo de cultivo de un fenómeno que, desde finales de la década de los sesenta pero, sobre todo, a partir de los setenta, fue consolidándose como el mayor foco de violencia e inestabilidad en el Magreb y Oriente Próximo: el terrorismo islamista. En cada país, adquiriría una nomenclatura y un desarrollo diferente pero, todos los grupos terroristas islamistas, son el resultado del fracaso colectivo e individual de los autóctonos y de la Comunidad Internacional por encauzar el proceso de asentamiento de las nuevas naciones y de una distribución más justa de la riqueza.

En este explosivo entorno, el comienzo de la desestabilización de Oriente Próximo y el origen del fenómeno del yihadismo arrancaron de la denominada Primera Guerra de Afganistán iniciada en 1978 con la invasión soviética de este país. Este conflicto, uno de los últimos coletazos de la “Guerra Fría” que enfrentó a la URSS y EEUU tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, convirtió en campo de batalla a un país débil y desestructurado, con grandes recursos mineros pero de imposible orografía. Tras la retirada soviética (1989), comenzaría una guerra civil entre facciones afganas que se saldaría con la victoria de los radicales Talibanes en 1996 quienes impusieron su “Emirato Islámico”.

A miles de kilómetros de distancia, la victoria electoral de los islamistas y la interrupción del proceso de relevo político orquestado por las élites tradicionales y el ejército también sumió a Argelia, durante la década de los noventa, en una guerra sangrienta donde se enfrentaron, el gobierno dictatorial y los diversos grupos islamistas, fundamentalmente, el Ejército Islámico de Salvación y el Grupo Islámico Armado.

Entre tanto, Saddam Hussein, acorralado por la ruina y a la imposible recuperación de la guerra de ocho años que le había enfrentado con Irán (1980 – 1988), decidió invadir Kuwait en agosto de 1990 lo que derivó en la Guerra del Golfo de 1991 y más de una década de sanciones económicas para una población que ya había sufrido lo indecible con el conflicto bélico anterior, hasta la invasión internacional de 2003.

La instalación de numerosas tropas norteamericanas en Arabia Saudita para llevar a cabo las maniobras contra el ejército de Saddam Hussein airó a los veteranos retornados de Afganistán quienes consideraban que la llegada de estos occidentales mancillaba la tierra más sagrada para el Islam, añadiendo un agravio más al intolerable conflicto palestino. Entre estos veteranos se encontraba Osama bin Laden quien, como ya es bien sabido, acabaría siendo uno de los líderes de la red terrorista islamista de Al Qaeda y orquestaría los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos.

De manera paralela, la caída del muro de Berlín en octubre de 1990 marcaría el inicio del desmantelamiento de la Unión Soviética y un proceso de reconfiguración internacional, con la independencia de numerosas ex – repúblicas soviéticas – y alguna que otra guerra civil como la de Chechenia - y la aproximación de los países de Europa del Este a la Unión Europea, lo que dejó a Estados Unidos como único líder mundial, al menos, desde el punto de vista militar.

Este liderazgo de un par de décadas está siendo ahora cuestionado por una Rusia que aspira a recuperar peso político en la esfera internacional de manos del nuevo Zar, Vladimir Putin. Y lo cuestiona con su participación en dos enfrentamientos bélicos de desigual efecto en su política exterior, las guerras civiles de Ucrania y de Siria. Ambos son el reflejo de la tradicional ambición expansionista de los rusos ya que éstos siempre se han esforzado por conservar el control sobre la Península de Crimea y también han intentado establecer zonas de influencia en Oriente Próximo. Hoy la frontera entre Ucrania y Rusia está inmersa en un conflicto que no tiene visos de rematar en breve mientras el inicio de los bombardeos por parte de la aviación y el lanzamiento de misiles desde Rusia a Siria amenaza con restablecer el poder de Bashar al Asad al atacar, de manera indiscriminada, tanto ubicaciones de la oposición como de los terroristas islamistas.


El rechazo continúo de Rusia a todas las medidas de presión a al Asad propuestas por la Comunidad Internacional ha permitido que la guerra civil haya continuado mientras hacía su irrupción un nuevo contendiente tan sádico como Daesh. Como resultado de la inacción de la Comunidad Internacional y del veto ruso, iraní y chino, hoy millones de personas avanzan desde Siria y otros países de Oriente Próximo en una larguísima columna en busca de refugio en Europa, peones prescindibles de un tablero de juego cuya partida se dirime en los despachos al otro lado del mundo. La responsabilidad de Rusia en el agravamiento de la guerra civil, de la entrada de Daesh y, ahora, del paulatino defenestramiento de la oposición siria es tan evidente como patéticos los intentos occidentales por llegar a un acuerdo, con un Al Asad crecido gracias al apoyo, ruso para frenar esta sangría.

2 comentarios: