El Centro Sirio
para la Investigación Política o Syrian
Center for Policy research – SCPR – en su informe titulado Syria, confronting fragmentation. Impact on Syrian Crisis Report, publicado en
febrero de 2016, indica que el porcentaje de muertes ocasionadas por la guerra civil
iniciada en 2011 asciende a 10 por cada mil habitantes mientras estima que la
cifra de heridos asciende a 1.880.000. Esto supone que, en total, el 11,5% por ciento de la población siria ha muerto o ha sido herida como consecuencia del conflicto armado. El número de fallecidos a
finales de 2015, según este informe, era de 470.000, una cifra que casi duplica
la facilitada por las Naciones Unidas 18 meses antes. No sorprende pues que la
media de la esperanza de vida haya descendido de los 70 a los 55 años no sólo
como consecuencia directa de la guerra sino por sus efectos secundarios, es
decir, falta de asistencia sanitaria para los heridos, ausencia de tratamientos
médicos para enfermedades comunes y, por supuesto, carencia de alimentos, agua
potable, etc. Consecuencia que deriva, también, del nivel de pobreza del país
que supera el 85% de la población con un 69,3% viviendo en extrema pobreza. Tampoco
resulta extraño que el 45,2% de los niños no reciban educación. [1]
Si resulta sorprendente y
descorazonador que, ante una devastación tan terrible, las numerosas partes en
conflicto hayan sido incapaces de llegar a un alto al fuego permanente que
paralice los bombardeos y ataques a civiles. Y es que, por desgracia, la
historia nos demuestra que es infinitamente más fácil iniciar una guerra que
terminarla.
Sólo cuando uno de los contendientes es
abrumadoramente más fuerte, la guerra tiene un ganador. Por lo que, con
frecuencia, las guerras terminan por el agotamiento de los contendientes.
Cuando ya sólo queda el cansancio, el hastío y la desolación, cuando ya todo
por aquello por lo que “supuestamente” se ha luchado ha dejado de tener
sentido, cuando la causa ha desaparecido hecha añicos bajo los escombros de los
edificios y las cenizas de los muertos, cuando todo aquello que se ha querido
defender o proteger ya está destruido, cuando ya no se puede arrasar nada más,
los humanos aceptamos sentarnos alrededor de una mesa para negociar las
condiciones de la paz. Una paz que evita hablar de rendición o derrota, porque,
en una guerra, salvo los que venden armas, todos pierden.
Sobre todo porque, la destrucción material no tiene relevancia cuando se han producido
cientos de miles de muertos, millones de heridos o tullidos, millones marcados
por el fuego de los trastornos mentales, el dolor, la perdida, el terror. Lo
que verdaderamente importa son las secuelas que una guerra deja. Secuelas no visibles pero tan terribles y dolorosas que es preciso que transcurran generaciones
para que desaparezcan, porque el proceso para curar las heridas es largo y
difícil, en ocasiones, imposible.
Aún así, siempre hay margen para la esperanza porque, por fortuna,
en el ser humano igual que habita el mal también está presente el bien. Y así,
tras múltiples intentos fallidos de alcanzar no un acuerdo de paz duradero sino
una tregua estable, hoy contenemos el aliento expectantes y con los dedos
cruzados ante el anuncio de que Estados Unidos y Rusia han cerrado un pacto
para iniciar lo que parece el camino hacia la paz. Un camino que actores muy
importantes como el propio gobierno de Bashar al Asad, Irán y Turquía quieren
seguir a la espera de que la denominada “oposición moderada”, es decir, los no
islamistas radicales, se unan a ella.
Parece que, por fin, todos los actores principales y secundarios se
han puesto de acuerdo en que, primero deben batir
al enemigo común de todos que
es el fanatismo terrorista de Daesh así como de la filial siria de Al Qaeda, el antiguo Frente al Nusrah
rebautizado como Frente de la Conquista del Levante. Una vez despejado este
problema, será más fácil aclarar el panorama ideológico y de facciones
enfrentadas, sobre todo en la oposición y sentarlas a negociar la paz. Porque si
algo ha complicado de manera exponencial el conflicto sirio y como resultado ha
agravado la situación para la población civil es la complejidad del entramado
de piezas que lo componen, en el que todos se atacan a todos y nadie gana nada.
Por eso, quizás sea conveniente recordar que la guerra civil en
Siria se inició en 2011 dentro del movimiento del Despertar Árabe a manos de una
población harta de la dictadura de los Asad – Hafiz al Asad, padre del actual
presidente Bashar accedió al poder en 1970 tras un golpe de estado -. Recordemos
también que la desunión en las tropas de los denominados “rebeldes” derivada de
la diversidad de grupos que la integraban permitió al ejército regular sirio,
pese a las deserciones, conservar el control de Damasco y una buena parte del
territorio. Recordemos, además, que el apoyo de Irán al régimen de Bashar,
derivado de la afinidad religiosa con el clan Asad y de su interés en mantener
posiciones estratégicas frente a los grandes países sunitas de la Península
Arábiga, así como el de Rusia, también interesada en mantener la influencia
sobre este país árabe junto con el acceso a la única base naval del Mediterráneo
a su disposición, Tartus, han permitido que el dictador aguantara hasta ahora
en la presidencia siria.
Obviamente, Bashar se sabe “persona non grata” a nivel
internacional y que tarde o temprano tendrá que dejar el poder. Su haber de
muertos y crímenes contra la humanidad lo encaminan a la Corte Penal Internacional de la Haya a no ser que una posición de fuerza le permita lograr un “retiro”
discreto, al estilo del tunecino Ben Ali o del yemení Ali Saleh, sino para él ni sus
más directos colaboradores, sí para sus familias y allegados. La otra
alternativa, a la vista de los antecedentes, es la muerte al peor estilo
Gadafi.
Tampoco podemos olvidar que Turquía, país sunita y uno de los aspirantes
a liderar la Comunidad Musulmana pero, sobre todo, a influenciar todo Oriente
Próximo, decidió colaborar de manera tácita con Daesh, que aunque grupo
terrorista comparte la misma rama del Islam y su vocación de islamizar toda la
sociedad, hasta que éste decidió agredirlo. Su participación directa y militar
tras el atentado en la localidad sureña de Suruç, el verano pasado, le ha servido de excusa para reiniciar las
hostilidades con los kurdos rompiendo una tregua de dos años así como
convertirse en parte interesada en un conflicto del que, obviamente, espera
salir muy beneficiado.
Por último, Estados Unidos, escarmentado de las nefastas
consecuencias de sus intervenciones en Afganistán e Iraq, se ha visto obligado
a acudir en ayuda de la oposición moderada para “reequilibrar” el conflicto.
Desde la llegada de los Asad al poder, Siria ha sido uno de los enemigos
internacionales de Estados Unidos por lo que la caída de su régimen sería visto
con extrema simpatía por los norteamericanos pero, a la vista de cómo la guerra
sectaria ha hecho pedazos Iraq, es consciente de que una oposición fragmentada
no sería capaz de gobernar un estado post – baazista de manera estable. Su
apoyo a las YPG, las denominadas Unidades
de Protección Popular de mayoría
kurda, ha permitido ir recuperando territorio a Daesh, algo que si bien
estabilizará a Siria, molesta a Turquía que no desea que los kurdos controlen mucho
territorio al sur de su frontera y también al régimen de Bashar que ha negado
históricamente su existencia. Con este nuevo frente abierto, Obama, ha decidido
que hay que acabar con esta guerra cuanto antes.
Porque, en este estado de cosas, es obvio que sólo puede producirse
un deterioro sobre el terreno con más muertes, más destrucción y ningún avance
positivo. Nadie va a ganar esta guerra porque todos han perdido ya y solo
pueden perder más. En una situación de crisis económica y con el grave problema
de los refugiados de trasfondo, Estados Unidos y Rusia han tenido que ponerse a
negociar un acuerdo que les permita evitar más fallecimientos, les ahorre una
ingente cantidad de recursos, pacifique un poco el polvorín de Oriente Próximo
y, sobre todo, les permita combatir, en su terreno, al enemigo número uno de la
paz mundial: el terrorismo islamista. Porque, pese a sus intereses divergentes,
a su rivalidad estratégica mundial y a sus diversos desencuentros, Estados
Unidos y Rusia, y para el caso, todo el mundo civilizado, tienen un enemigo común:
el terrorismo islamista. Y ya sabemos que nada une tanto como una causa común.
Por eso, y, aunque cuando publique este artículo todavía no habrá
entrado en vigor la tregua prevista para el lunes 12 de septiembre por la noche
y es más que probable que sigan produciéndose ataques y enfrentamientos, si se
logra que los bombardeos y la mayor parte de la lucha cese, se habrá dado un
paso de gigante y, habrá esperanzas para la paz. ¿Qué diferencia este enésimo intento de los anteriores que han fracasado? Muchas cosas pero, sobre todo, el acercamiento de posturas sobre
la forma de clarificar el campo de batalla al señalar a Daesh y al antiguo Al
Nusrah como el principal enemigo, el tiempo y, por lo tanto, el inasumible
coste de guerra que sólo supone más desgaste y, sobre todo, un altísimo peaje
humano. Crucemos pues los dedos.
[1] file:///C:/Users/Yasmina/Documents/ORIENTE%20PR%C3%93XIMO%20Y%20MEDIO/Siria/SCPR-report-Confronting-fragmentation-2015-EN%20(1).pdf
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