domingo, 11 de septiembre de 2016

EL ACUERDO ENTRE EE.UU Y RUSIA, UNA NUEVA ESPERANZA PARA LA PAZ EN SIRIA.

El Centro Sirio para la Investigación Política o Syrian Center for Policy research – SCPR – en su informe titulado Syria, confronting fragmentation. Impact on Syrian Crisis Report, publicado en febrero de 2016, indica que el porcentaje de muertes ocasionadas por la guerra civil iniciada en 2011 asciende a 10 por cada mil habitantes mientras estima que la cifra de heridos asciende a 1.880.000. Esto supone que, en total, el 11,5% por ciento de la población siria ha muerto o ha sido herida como consecuencia del conflicto armado. El número de fallecidos a finales de 2015, según este informe, era de 470.000, una cifra que casi duplica la facilitada por las Naciones Unidas 18 meses antes. No sorprende pues que la media de la esperanza de vida haya descendido de los 70 a los 55 años no sólo como consecuencia directa de la guerra sino por sus efectos secundarios, es decir, falta de asistencia sanitaria para los heridos, ausencia de tratamientos médicos para enfermedades comunes y, por supuesto, carencia de alimentos, agua potable, etc. Consecuencia que deriva, también, del nivel de pobreza del país que supera el 85% de la población con un 69,3% viviendo en extrema pobreza. Tampoco resulta extraño que el 45,2% de los niños no reciban educación. [1]

         Si resulta sorprendente y descorazonador que, ante una devastación tan terrible, las numerosas partes en conflicto hayan sido incapaces de llegar a un alto al fuego permanente que paralice los bombardeos y ataques a civiles. Y es que, por desgracia, la historia nos demuestra que es infinitamente más fácil iniciar una guerra que terminarla.

         Sólo cuando uno de los contendientes es abrumadoramente más fuerte, la guerra tiene un ganador. Por lo que, con frecuencia, las guerras terminan por el agotamiento de los contendientes. Cuando ya sólo queda el cansancio, el hastío y la desolación, cuando ya todo por aquello por lo que “supuestamente” se ha luchado ha dejado de tener sentido, cuando la causa ha desaparecido hecha añicos bajo los escombros de los edificios y las cenizas de los muertos, cuando todo aquello que se ha querido defender o proteger ya está destruido, cuando ya no se puede arrasar nada más, los humanos aceptamos sentarnos alrededor de una mesa para negociar las condiciones de la paz. Una paz que evita hablar de rendición o derrota, porque, en una guerra, salvo los que venden armas, todos pierden.

Sobre todo porque, la destrucción material no tiene relevancia cuando se han producido cientos de miles de muertos, millones de heridos o tullidos, millones marcados por el fuego de los trastornos mentales, el dolor, la perdida, el terror. Lo que verdaderamente importa son las secuelas que una guerra deja. Secuelas no visibles pero tan terribles y dolorosas que es preciso que transcurran generaciones para que desaparezcan, porque el proceso para curar las heridas es largo y difícil, en ocasiones, imposible.

Aún así, siempre hay margen para la esperanza porque, por fortuna, en el ser humano igual que habita el mal también está presente el bien. Y así, tras múltiples intentos fallidos de alcanzar no un acuerdo de paz duradero sino una tregua estable, hoy contenemos el aliento expectantes y con los dedos cruzados ante el anuncio de que Estados Unidos y Rusia han cerrado un pacto para iniciar lo que parece el camino hacia la paz. Un camino que actores muy importantes como el propio gobierno de Bashar al Asad, Irán y Turquía quieren seguir a la espera de que la denominada “oposición moderada”, es decir, los no islamistas radicales, se unan a ella.

Parece que, por fin, todos los actores principales y secundarios se han puesto de acuerdo en que, primero deben batir al enemigo común de todos que es el fanatismo terrorista de Daesh así como de la filial siria de Al Qaeda, el antiguo Frente al Nusrah rebautizado como Frente de la Conquista del Levante. Una vez despejado este problema, será más fácil aclarar el panorama ideológico y de facciones enfrentadas, sobre todo en la oposición y sentarlas a negociar la paz. Porque si algo ha complicado de manera exponencial el conflicto sirio y como resultado ha agravado la situación para la población civil es la complejidad del entramado de piezas que lo componen, en el que todos se atacan a todos y nadie gana nada.

Por eso, quizás sea conveniente recordar que la guerra civil en Siria se inició en 2011 dentro del movimiento del Despertar Árabe a manos de una población harta de la dictadura de los Asad – Hafiz al Asad, padre del actual presidente Bashar accedió al poder en 1970 tras un golpe de estado -. Recordemos también que la desunión en las tropas de los denominados “rebeldes” derivada de la diversidad de grupos que la integraban permitió al ejército regular sirio, pese a las deserciones, conservar el control de Damasco y una buena parte del territorio. Recordemos, además, que el apoyo de Irán al régimen de Bashar, derivado de la afinidad religiosa con el clan Asad y de su interés en mantener posiciones estratégicas frente a los grandes países sunitas de la Península Arábiga, así como el de Rusia, también interesada en mantener la influencia sobre este país árabe junto con el acceso a la única base naval del Mediterráneo a su disposición, Tartus, han permitido que el dictador aguantara hasta ahora en la presidencia siria.

Obviamente, Bashar se sabe “persona non grata” a nivel internacional y que tarde o temprano tendrá que dejar el poder. Su haber de muertos y crímenes contra la humanidad lo encaminan a la Corte Penal Internacional de la Haya a no ser que una posición de fuerza le permita lograr un “retiro” discreto, al estilo del tunecino Ben Ali o del yemení Ali Saleh, sino para él ni sus más directos colaboradores, sí para sus familias y allegados. La otra alternativa, a la vista de los antecedentes, es la muerte al peor estilo Gadafi.

Tampoco podemos olvidar que Turquía, país sunita y uno de los aspirantes a liderar la Comunidad Musulmana pero, sobre todo, a influenciar todo Oriente Próximo, decidió colaborar de manera tácita con Daesh, que aunque grupo terrorista comparte la misma rama del Islam y su vocación de islamizar toda la sociedad, hasta que éste decidió agredirlo. Su participación directa y militar tras el atentado en la localidad sureña de Suruç, el verano pasado, le ha servido de excusa para reiniciar las hostilidades con los kurdos rompiendo una tregua de dos años así como convertirse en parte interesada en un conflicto del que, obviamente, espera salir muy beneficiado.

Por último, Estados Unidos, escarmentado de las nefastas consecuencias de sus intervenciones en Afganistán e Iraq, se ha visto obligado a acudir en ayuda de la oposición moderada para “reequilibrar” el conflicto. Desde la llegada de los Asad al poder, Siria ha sido uno de los enemigos internacionales de Estados Unidos por lo que la caída de su régimen sería visto con extrema simpatía por los norteamericanos pero, a la vista de cómo la guerra sectaria ha hecho pedazos Iraq, es consciente de que una oposición fragmentada no sería capaz de gobernar un estado post – baazista de manera estable. Su apoyo a las YPG, las denominadas Unidades de Protección Popular de mayoría kurda, ha permitido ir recuperando territorio a Daesh, algo que si bien estabilizará a Siria, molesta a Turquía que no desea que los kurdos controlen mucho territorio al sur de su frontera y también al régimen de Bashar que ha negado históricamente su existencia. Con este nuevo frente abierto, Obama, ha decidido que hay que acabar con esta guerra cuanto antes.

Porque, en este estado de cosas, es obvio que sólo puede producirse un deterioro sobre el terreno con más muertes, más destrucción y ningún avance positivo. Nadie va a ganar esta guerra porque todos han perdido ya y solo pueden perder más. En una situación de crisis económica y con el grave problema de los refugiados de trasfondo, Estados Unidos y Rusia han tenido que ponerse a negociar un acuerdo que les permita evitar más fallecimientos, les ahorre una ingente cantidad de recursos, pacifique un poco el polvorín de Oriente Próximo y, sobre todo, les permita combatir, en su terreno, al enemigo número uno de la paz mundial: el terrorismo islamista. Porque, pese a sus intereses divergentes, a su rivalidad estratégica mundial y a sus diversos desencuentros, Estados Unidos y Rusia, y para el caso, todo el mundo civilizado, tienen un enemigo común: el terrorismo islamista. Y ya sabemos que nada une tanto como una causa común.

Por eso, y, aunque cuando publique este artículo todavía no habrá entrado en vigor la tregua prevista para el lunes 12 de septiembre por la noche y es más que probable que sigan produciéndose ataques y enfrentamientos, si se logra que los bombardeos y la mayor parte de la lucha cese, se habrá dado un paso de gigante y, habrá esperanzas para la paz. ¿Qué diferencia este enésimo intento de los anteriores que han fracasado? Muchas cosas pero, sobre todo, el acercamiento de posturas sobre la forma de clarificar el campo de batalla al señalar a Daesh y al antiguo Al Nusrah como el principal enemigo, el tiempo y, por lo tanto, el inasumible coste de guerra que sólo supone más desgaste y, sobre todo, un altísimo peaje humano. Crucemos pues los dedos.






[1] file:///C:/Users/Yasmina/Documents/ORIENTE%20PR%C3%93XIMO%20Y%20MEDIO/Siria/SCPR-report-Confronting-fragmentation-2015-EN%20(1).pdf

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