Cuando la Comunidad Internacional tuvo constancia fehaciente de la
masacre que el bombardeo con productos químicos había ocasionado en la pequeña
localidad kurda de Halabja, la condena a Saddam Hussein fue inmediata. Sin embargo, el
exterminio de más de 5.000 civiles y el daño irreversible para la salud de
otros tantos no logró que ningún país hiciera algo para proteger a los kurdos
bajo el dominio del tirano de Baghdad ni impidió que la campaña de Anfal
siguiera su curso hasta que el régimen del Baaz estuvo seguro de haber
sofocado cualquier atisbo de rebelión. Corría el año 1988 y, ante la
precariedad del acuerdo de paz logrado con Irán, nadie quería arriesgarse a que
una chispa reactivara el conflicto o hiciera surgir otro. La excusa esgrimida
fue la de respetar el principio de no injerencia en los asuntos internos de un estado soberano. Pero, lo
cierto es que los intereses internacionales primaron sobre la protección de los
derechos humanos de una comunidad como la kurda. Fue preciso esperar tres años,
para que el levantamiento kurdo tras la guerra del Golfo de 1991, y la huida de
millones de personas a través de las montañas nevadas lograra el
establecimiento de un área de exclusión aérea y la protección internacional. La
ayuda de las ONGs palió en parte las terribles consecuencias de la política de “tierra quemada” que
la campaña de Anfal había ocasionado pero no devolvió a los kurdos una vida
digna ni, por supuesto permitió más que una recuperación parcial y mínima de
algunos de los pueblos arrasados. [1]